martes, 12 de julio de 2011

Silfos

Allí. quietecita en un banco. Algo de viento. Yo.

Me encanta ver morir a los veranos. Los arrincono en el último rincon de mi armario, al lado de las camisetas de tirantes y con una rebequita de entretiempo por bandera, me marcho a la ribera del parque, al funeral de las hojas, a la mayor de las soledades y aguardo a que nunca pase nada. Salvo hoy que pasa él y me gusta, para que vamos a engañarnos.

No me lo reconozco de primeras, no soy tan fresca. Primero pienso que tío más desastre porque lleva uno de los bolsillos del pantalón por fuera, porque la camisa se le amontona sobre el cinturón y porque lleva las gafas sucias y torcidas. Luego le miro mejor y creo que es muy feo. El, el último habitante del verano, no se da por enterado, se me acerca, se me arrima, agacha la cabeza y me dice. Te importa que me siente a tu lado?. Miro a nuestro alrededor (ya uso el nuestro, tonta de mí) y asisto al desolador milagro de los bancos vacíos, de las sendas desiertas, de los columpios oxidados. Lo pienso mejor y pienso que no es tan feo. No se si le he dado permiso pero el se sienta. Y me mira. Y sonríe. Y me coge de las manos el caradura y yo, con el verano escurriéndose entre mis dedos, me derrito. Me sobra la rebeca. Me sobra la camiseta. Me sobra la piel, que no es mía en esa tarde, que es de él. Y tiemblo.

Que tal estás, dice como si con eso quedase arreglado todo y todo se arregla (me besará, se que me besará, por qué no me besa). Y no contento con eso, me aparta un mechón de la cara aunque le tengo dicho lo que me jode.

Sabes que me jode, digo, muriéndome por que me lo vuelva a hacer.

Y el se aparta. Trato de detenerle en vano. Le decae la sonrisa. Es curioso pero creo que las gafas están más rectas. Por favor, vuélveme a apartar el mechón, que se ha vuelto a caer. Pero como no lo digo no lo oye. Todo son excusas.

No puedo volver. Sabes que no puedo volver.

Siempre dices lo mismo y siempre vuelves.

No. Nunca he vuelto. Ahora mismo estás sentada en el banco más solitario del mundo, con el culo mojado y muerta de frío, imaginando que yo he vuelto, que me enderezas las gafas, me metes el bolsillo y me alisas la camisa. Que me oyes decirte que no voy a volver. Pero es mentira.

También me joden las verdades.

Y a mí no poder volver a quitarte el frío.

Asusta el viento contra las hojas. Ella se levanta, arropándose, heladas las manos y despellejadas las mejillas y se marcha. Dice algo, tan quedo que ni siquiera ella consigue oirlo. El parque se queda vacío.

Es otoño.

jueves, 10 de febrero de 2011

Japón

Por qué me meteré en estos embolaos es uno de los lemas de mi vida. Lo llevo tatuado en chino en la parte más carnosa de mis antebrazos. Me dolió lo suyo y me costó aún más y desde entonces tengo la desagradable sensación de que mi cuerpo dice algo distinto de lo que mi mente cree. El tatuador era un hombre inquietante, orondo como un pavo, y que no llevaba un solo tatuaje en sus carnes esponjosas. Si no llega a ser por los ojos rasgados no me hubiera creido que era chino y si no llega a ser porque en aquella tienda no había nadie más tampoco me hubiera creido su oficio, que más encajaba en el de buda reencarnado o benedictino bonachón. El hombre sin más palabras que sus silencios atendió a mi petición y dejó escritos tres caracteres. Ni siquiera hacía ruido aquella máquina tan llena de agujas y yo me sentí más incómodo por la ausencia de sonidos que por la lacerante impronta o el sangrante precio.

Sin embargo cuando ya había salido de allí y estaba contento y el sol regresaba al mundo de los vivos tras muchos días de absentismo, en el reflejo de un charco o en la sombra de un escaparate (no recuerdo muy bien) en el que también estaba yo del otro lado, me pregunté, en este o en el otro (tampoco lo se), lo de cual de los dibujitos del tatuaje representaría el signo de interrogación de mi dilema. La segunda pregunta era si con lo educados que son, los chinos preguntan o, lo que aún resultaría peor, si saben preguntar. Y cuando el gallo cantó por tercera vez, por tercera vez dudé y me pareció improbable que los chinos tuvieran un carácter para expresar el término embolao . Y eso me jodió el día. Por la noche, masticando algo que no sabía muy bien y que quería ser mi cena, trataba de convencerme de que ellos tienen que preguntarse cuántos pueblos quedan o si son o no son y tendrán que éxpresarlo de alguna forma cuando de escribir se trate. La gente tiene que saber que dudas para tener claro que existes y eso tiene que ponerse en algún lado, debe de haber algún signo ortográfico que lo aclare, es algo sin lo que la civilización no puede concebirse, coño. Si no hay signo de interrogación no hay pregunta solo afirmaciones y si aquello afirmaba algo lo más probable es que proclamase lo idiota que yo era. O algo peor. Podía desvelar mis secretos menos confesables, mis pensamientos más humanos, mis planes de conquista del mundo..... Terrible en cualquier caso. El miedo paralizó mis miembros (todos ellos) durante semanas. Cada vez que me cruzaba con un ciudadano de Oriente, me quedaba quieto, comenzaba a sudar y me los quedaba mirando sin recato, buscando ansiosamente cualquier asomo de burla en sus ojos. Lo más que encontré fue miradas hostiles y gestos de protección hacia sus pertenencias mientras huían apresuradamente. Luego todo aquello se esfumó. Fue comiendo una tortilla o subiendo al tren, pero desde entonces ya no me importaba y pude volver a mirar mi cuerpo desnudo en el espejo. Eso sí, volví a que me pusieran un signo de interrogación, para que todo quedase más claro por muy occidental que quedase la cosa. Por qué me meteré en estos embolaos preguntaba mi cuerpo. eso digo yo, respondía mi mente.

Y todo esto lo digo para explicar sin dar explicaciones por qué aquel día cogí una cámara que había encontrado por algún recoveco de la isla (una de esas antiguas, negras, con un ojo insolente que no deja de mirarte por mucho que la cubras con un trapo, con un preludio del flash en su parte superior, pesada y cuentista) y me sumergí en un pozo que encontré en otra parte. Con su brocal y su cubo y unos agarraderos de hierro herrumbrosos que descendían desde su boca. Con el único propósito de hacer dos fotos desde su parte más oscura. Una con flash. Otra sin él. Y ver lo que esconden las tripas del mundo y si aquello tiene remedio. Sólo eso. Sin complicarse la vida.

He de desmentir que se tratase de una acitud irreflexiva o temeraria, pues hice de la planificación una forma de vida, un dios de las mañanas, de las tardes y de las noches, de los días siguientes, de las semanas por venir, de los meses que no han llegado. Para empezar, a falta de mochilas, esquivas ellas en la soledad de las ínsulas, y teniendo la necesidad de ambas manos para descender por la escala, estuve varias noches tratando de amarrarme a la espalda la dichosa cámara de fotos. Érase una vez un torpe que naufragó en una isla y al que los pájaros contemplaban abochornados como intentaba una y otra vez que aquel armatoste del infierno se le quedase quieto entre sus hombros. En una de esas, lo logró. Nada había cambiado respecto de las anteriores, sólo el azar. Se quedó quieto, asustado y luego comenzó a bailar, sin que se se le cayese ni el susto ni la cámara. Si salgo de esta, monto una tienda de deportes, pensé embriagado de gloria.

La otra medida de seguridad que adopté fue lo de la tirar una piedrecita para calcular la profundidad del pozo. Medio día, y media tarde y una noche entera después, no hubo ni un mal plof que echarse a la cara. Eso acongoja un poco, las cosas como son, pero pronto se me ocurrieron ideas piadosas con las que consolar mis nervios. Por ejemplo, ¿y si el fondo del pozo tiene un revestimiento de gompaespuma de propiedades aislantes sin par que no devuelve eco alguno? ¿y si allí abajo crece una especie desconocida de planta carnívora a la que Darwin obligó a alimentarse de piedras y monedas de otros países ?. ¿Y si no es plof si no ay lo que se ha escuchado y esperando uno no capté el otro?. ¿Y si olvidé tirar la piedra?. Todas ellas me inquietaban por igual pero todas ellas me valían para continuar con mi empresa. Y de todas formas un pozo infinito no cambia las cosas, si acaso, las hace un poco más largas. A decir verdad sólo temía dos cosas; que me diese por resbalar y no contarlo o que cuando saliese el destello de luz de la foto alumbrase por un instante la silueta de un hombre. De la primera me reconfortó pensar que estaba escribiendo esto en pasado y que mal se tenía que dar para no salir vivo sin contrariar tiempos verbales. En cuanto a lo otro, me bastaba con que el hombre no fuese igual que yo o que incluso, de ser así, no le faltasen tatuajes, signos de interrogación o pupilas. Con el resto de opciones podría convivir sin dificultades, pensé, mientras me introducía de culo en el embolao, también conocido como pozo.

Un escalón, dos escalones. Abandoné la cuenta cuando llevaba nueve por ser genéticamente no apto para las matemáticas complejas y por llevar los dedos ocupados en tareas no menos importantes como aquella del no matarme. Entre medias un tiempo indeterminado entre un segundo y mil kilómetros o entre un siglo y diez milímetros. Canté un pozo es, un pozo es, un pozo es. Medité sobre cómo cortarme el pelo si aquello se prolongaba demasiado. Me dio angustia descubrir que, así, con tanta negrura, nunca sabría si me había quedado ciego o podía seguir leyendo sin dicultad la letra pequeña del contrato del oculista y llegué al final de mi camino justo en el instante en que dejó de importarme.

Apenas dos dedos de agua helada había allí, lo justo para congelarme los pies, enmierdar los calcetines y chapotear un poco. Dije hola. Nadie me respondió adios y cuando me cansé de hacer el gilipollas deshice el nudo de mi hatillo saqué la cámara e hice las dos fotos. Una sin flash, otra con él. Tiré la cámara, salvé el carrete, suspiré un poco, fffff, me arremangué las mangas de la camisa, me di cuenta de que llevaba camiseta y otra vez en marcha. Ahora para arriba. Un escalón, dos escalones, y luego, vencido en la batalla de los números de dos letras. Un largo paréntesis que ocupé con trabalenguas, acertijos, verdades existenciales, mentiras de estar por casa y todo, la fatiga, la angustia, el hambre, la insuitada sed que puede caber en un pozo sin fin, las ganas de llegar, el miedo de haber llegado, todo ello desembocando irrevocablemente en mi brazo que tampoco sabía por qué me metía en esos embolaos. Llegué arriba, que era como llegar abajo, pero con más luz y menos charcos. Y luego dormí y conté hasta diez. Revelé las fotos al despertar. En una no se veía nada. En otra salía un extraño mensaje que había pintado sobre las paredes de aquel pozo que nunca volví a encontrar. Pedro corazón Marisa.

No se cual de las dos fue la que hice con flash.

sábado, 22 de enero de 2011

Publicistas

De profesión, guapa. Sonrisera, tentadora, sugerente y evocadora. Pluriempleada. En un mismo trabajo, todos los trabajos. Al menos eso dicen las miradas de ellos y de ellas que desean o envidian o desean y envidian excitados y confusas. Las convenciones dirían que sería modelo si fuese modelo. Lo es la chica a la que le hicieron las fotos. Yo soy solo su imagen y vivo en la marquesina de una línea de autobuses de un tiempo a esta parte.

Naci con los ojos a medio abrir y con el cuerpo a medio desnudar. Se me resbalan los tules encarnados por uno de esos cuerpos que marean y solo la pericia de mis brazos evitan que mis pechos sean de dominio público. Más abajo sobre fondo blando reposa un frasco pequeño en el fondo y grande en la foto, poligonal, acristalado. Los ultimos pliegues de mi vestido traidor dibujan un nombre francés. Qué bien tiene que oler Francia.

Brígida. Se llama Brígida, pero le gusta que le llamen Brigitte y solo sus padres osan contrariarla. Sus ojos de mar se galernan cuando los cielos le llevan la contraria. Y solo cuando duerme, los océanos se aplacan y se refugian tras unos párpados quebradizos, somnolientos y mortales. O eso creo yo porque no la conozco, porque no soy yo ni me parezco, porque ella es hermosa en todas las dimensiones que conocen los hombres y yo solo lo soy en dos. Porque no se a que coño huele el perfume que me da sentido. Lo del nombre lo se por un par de ejecutivos que se me embobaron un idus de marzo, mucho más pendientes de mi carne que de mi espíritu, renegando de cotizaciones y aparcando reestructuraciones de personal. Se llama Brigitte. Brígida respondió el otro y después callaron hasta que llegó el autobús y se les despertaron los sueños. Luego pidieron un taxi y no volví a verles. No pude preguntarles como me llamo yo.

Pienso y no existo y eso me molesta porque no era así como dijeron que eran las cosas. Pase lo de no poder hablar, pase lo de asistir al maravilloso espectáculo de la vida sin que nadie gire la cabeza y te diga si te vienes. Pase que en la otra vitrina de la parada se hayan sucedido carteles de cine con bebes comestibles, ancianos de dentaduras nucleares y mujeres con perdidas de orina. Pero lo que no tiene perdón de Dios, que ya de por si es de poco perdonar, es lo de que seis meses después se me mantenga en este mismo sitio sin que nadie tenga en cuenta que lo que quedaba sexy en abril da un frío insoportable en diciembre y que nadie sale semidesnuda a la calle por muy buena que se esté sin el galante abrazo de un abrigo que reserve las tentaciones para habitaciones con calefacción y camas con mantas.

Y el remate fue en noche vieja cuando aquellos operarios se trajeron al hombro como en tantas ocasiones un compañero de fatigas que resultó ser la foto de mi vida. Aquellos hombres taciturnos de países lejanos y uniforme azul desplegaron ante mis entrecerrados ojos al más azul de los príncipes que los cuentos de hadas no se atrevieron a contar, con su vientre olímpico, su sonrisa de plata y aquellos hombros atlánticos que de grandes no cabían en el cristal. Por que Andersen necesariamente tuvo que pensar en efebos como este cuando se puso a imaginar maneras de despertar a princesas perezosas o a príncipes traviesos.

Lo que es yo, supe nada más verla que en aquella mirada se escondían todas las chimeneas del mundo y se me calentaron los ojos y otras entrañas (que no los brazos) y me enamoré como una tonta, que para las cosas del amor lo mismo da ser plana que voluminosa. Lo suyo eran los calzoncillos. Lo mío, los aromas. Aquello tenía que funcionar y nunca podrá nadie echarme en cara que no lo intentase. Primero fueron tímidos parpadeos que casi parecían un tic de lo leves que se insinuaban. Después fueron ostentosos guiños envueltos en pestañas. Golpee el cristal con mis nudillos de porcelana y le di la espalda por despecho. Nada. Luego vinieron las armas de destrucción masiva y una noche, sosteniendo mi descaro por las tinieblas, deje que mis brazos por fin dejasen de hacer de percha. Cayo el vestido sobre el frasquito de perfume y sobre un fondo blanco que resaltaba que estaba morena pese a no haber recibido gota de sol en mi vida, traté de ser la mujer más guapa del mundo en la noche más fría de la historia. A el no se le dilataron las pupilas y a mí no se me enardeció el pecho. Llore como una tonta, recogí mis ropas ultrajadas y llore sobre el frasco. Se apagaron los colores. Se oxidaron los dorados.

Si ya lo sabía entonces por qué lo hice. Pues porque saber nunca es suficiente, porque detrás de las mentiras se esconden las verdades y mas vale ciento volando que una en la mano. Sin más público que los murciélagos y la triste silueta de las farolas, salí de mi jaula de oro y muerta de vergüenza, bidimensional y desropada, me acerqué hasta aquella sonrisa tan falsa como las fábulas y besé sus labios de cristal. Y estaban muertos solo porque nunca habían vivido porque por lo visto, solo las fotos pueden ser más frías que el invierno. Yo que nací con el corazón aplastado además tuve que escuchar como se rasgaba. Dos pedazos de papel grana quedaron expuestos al capricho de los vientos o de los barrenderos . Los que miraron mi anuncio a la mañana siguiente encontraron una vestido arrugado, un perfume gris, unas letras sin lustre. Las perdices durmieron tranquilas esos días.

Vine a tu isla. Hace calor, aunque el frío no se quita…

domingo, 16 de enero de 2011

Testarudos

Por poco que la relate, Ella sigue en la Isla Contigua. La más cercana de las ínsulas que más lejos queda de mi Y sigo espiando sus mañanas y guardando sus noches. Y sigo empeñado en que venga, casi tanto como Ella lo está en que yo vaya. Y por eso le mando estas cosas...

Yo que habito las distancias
de los mares sin sal,
insípidos, incoloros, indoloros
donde se ahogan los recuerdos
que devoran los abismos
de la oscuridad glotona.

Yo que juré (y nunca juro en vano)
errar por los caminos sin memoria
preguntando aquí, alla y en otro sitio
mi escudo mi patria y mi rey
el color de mis ojos,
mi número de la seguridad social
cualquier cosa menos tu nombre.

Yo que escogí el vacío más cobarde
sobre el asqueroso pesar de tu ausencia.
sobre los días que pudieron ser y no fueron
porque yo no fui y tu te fuiste.
Que por mucho que uno quiera,
mis sueños nunca son como tu eres.

Yo que soy todas esas cosas y alguna más que he olvidado
lo que más soy es un Judas de la amnesia
y esta noche te recuerdo
y a mi escudo, a mi patria y a mi rey
y tu nombre que es lo mismo
y más muerto que nunca
mucho más vivo me siento.
Y te miro. Y te aguardo
Y me duele, que no es poco

Pero por mucho que te mande erre que erre con lo tuyo y yo eñe que eñe, callado


Template Design | Elque 2007