jueves, 10 de febrero de 2011

Japón

Por qué me meteré en estos embolaos es uno de los lemas de mi vida. Lo llevo tatuado en chino en la parte más carnosa de mis antebrazos. Me dolió lo suyo y me costó aún más y desde entonces tengo la desagradable sensación de que mi cuerpo dice algo distinto de lo que mi mente cree. El tatuador era un hombre inquietante, orondo como un pavo, y que no llevaba un solo tatuaje en sus carnes esponjosas. Si no llega a ser por los ojos rasgados no me hubiera creido que era chino y si no llega a ser porque en aquella tienda no había nadie más tampoco me hubiera creido su oficio, que más encajaba en el de buda reencarnado o benedictino bonachón. El hombre sin más palabras que sus silencios atendió a mi petición y dejó escritos tres caracteres. Ni siquiera hacía ruido aquella máquina tan llena de agujas y yo me sentí más incómodo por la ausencia de sonidos que por la lacerante impronta o el sangrante precio.

Sin embargo cuando ya había salido de allí y estaba contento y el sol regresaba al mundo de los vivos tras muchos días de absentismo, en el reflejo de un charco o en la sombra de un escaparate (no recuerdo muy bien) en el que también estaba yo del otro lado, me pregunté, en este o en el otro (tampoco lo se), lo de cual de los dibujitos del tatuaje representaría el signo de interrogación de mi dilema. La segunda pregunta era si con lo educados que son, los chinos preguntan o, lo que aún resultaría peor, si saben preguntar. Y cuando el gallo cantó por tercera vez, por tercera vez dudé y me pareció improbable que los chinos tuvieran un carácter para expresar el término embolao . Y eso me jodió el día. Por la noche, masticando algo que no sabía muy bien y que quería ser mi cena, trataba de convencerme de que ellos tienen que preguntarse cuántos pueblos quedan o si son o no son y tendrán que éxpresarlo de alguna forma cuando de escribir se trate. La gente tiene que saber que dudas para tener claro que existes y eso tiene que ponerse en algún lado, debe de haber algún signo ortográfico que lo aclare, es algo sin lo que la civilización no puede concebirse, coño. Si no hay signo de interrogación no hay pregunta solo afirmaciones y si aquello afirmaba algo lo más probable es que proclamase lo idiota que yo era. O algo peor. Podía desvelar mis secretos menos confesables, mis pensamientos más humanos, mis planes de conquista del mundo..... Terrible en cualquier caso. El miedo paralizó mis miembros (todos ellos) durante semanas. Cada vez que me cruzaba con un ciudadano de Oriente, me quedaba quieto, comenzaba a sudar y me los quedaba mirando sin recato, buscando ansiosamente cualquier asomo de burla en sus ojos. Lo más que encontré fue miradas hostiles y gestos de protección hacia sus pertenencias mientras huían apresuradamente. Luego todo aquello se esfumó. Fue comiendo una tortilla o subiendo al tren, pero desde entonces ya no me importaba y pude volver a mirar mi cuerpo desnudo en el espejo. Eso sí, volví a que me pusieran un signo de interrogación, para que todo quedase más claro por muy occidental que quedase la cosa. Por qué me meteré en estos embolaos preguntaba mi cuerpo. eso digo yo, respondía mi mente.

Y todo esto lo digo para explicar sin dar explicaciones por qué aquel día cogí una cámara que había encontrado por algún recoveco de la isla (una de esas antiguas, negras, con un ojo insolente que no deja de mirarte por mucho que la cubras con un trapo, con un preludio del flash en su parte superior, pesada y cuentista) y me sumergí en un pozo que encontré en otra parte. Con su brocal y su cubo y unos agarraderos de hierro herrumbrosos que descendían desde su boca. Con el único propósito de hacer dos fotos desde su parte más oscura. Una con flash. Otra sin él. Y ver lo que esconden las tripas del mundo y si aquello tiene remedio. Sólo eso. Sin complicarse la vida.

He de desmentir que se tratase de una acitud irreflexiva o temeraria, pues hice de la planificación una forma de vida, un dios de las mañanas, de las tardes y de las noches, de los días siguientes, de las semanas por venir, de los meses que no han llegado. Para empezar, a falta de mochilas, esquivas ellas en la soledad de las ínsulas, y teniendo la necesidad de ambas manos para descender por la escala, estuve varias noches tratando de amarrarme a la espalda la dichosa cámara de fotos. Érase una vez un torpe que naufragó en una isla y al que los pájaros contemplaban abochornados como intentaba una y otra vez que aquel armatoste del infierno se le quedase quieto entre sus hombros. En una de esas, lo logró. Nada había cambiado respecto de las anteriores, sólo el azar. Se quedó quieto, asustado y luego comenzó a bailar, sin que se se le cayese ni el susto ni la cámara. Si salgo de esta, monto una tienda de deportes, pensé embriagado de gloria.

La otra medida de seguridad que adopté fue lo de la tirar una piedrecita para calcular la profundidad del pozo. Medio día, y media tarde y una noche entera después, no hubo ni un mal plof que echarse a la cara. Eso acongoja un poco, las cosas como son, pero pronto se me ocurrieron ideas piadosas con las que consolar mis nervios. Por ejemplo, ¿y si el fondo del pozo tiene un revestimiento de gompaespuma de propiedades aislantes sin par que no devuelve eco alguno? ¿y si allí abajo crece una especie desconocida de planta carnívora a la que Darwin obligó a alimentarse de piedras y monedas de otros países ?. ¿Y si no es plof si no ay lo que se ha escuchado y esperando uno no capté el otro?. ¿Y si olvidé tirar la piedra?. Todas ellas me inquietaban por igual pero todas ellas me valían para continuar con mi empresa. Y de todas formas un pozo infinito no cambia las cosas, si acaso, las hace un poco más largas. A decir verdad sólo temía dos cosas; que me diese por resbalar y no contarlo o que cuando saliese el destello de luz de la foto alumbrase por un instante la silueta de un hombre. De la primera me reconfortó pensar que estaba escribiendo esto en pasado y que mal se tenía que dar para no salir vivo sin contrariar tiempos verbales. En cuanto a lo otro, me bastaba con que el hombre no fuese igual que yo o que incluso, de ser así, no le faltasen tatuajes, signos de interrogación o pupilas. Con el resto de opciones podría convivir sin dificultades, pensé, mientras me introducía de culo en el embolao, también conocido como pozo.

Un escalón, dos escalones. Abandoné la cuenta cuando llevaba nueve por ser genéticamente no apto para las matemáticas complejas y por llevar los dedos ocupados en tareas no menos importantes como aquella del no matarme. Entre medias un tiempo indeterminado entre un segundo y mil kilómetros o entre un siglo y diez milímetros. Canté un pozo es, un pozo es, un pozo es. Medité sobre cómo cortarme el pelo si aquello se prolongaba demasiado. Me dio angustia descubrir que, así, con tanta negrura, nunca sabría si me había quedado ciego o podía seguir leyendo sin dicultad la letra pequeña del contrato del oculista y llegué al final de mi camino justo en el instante en que dejó de importarme.

Apenas dos dedos de agua helada había allí, lo justo para congelarme los pies, enmierdar los calcetines y chapotear un poco. Dije hola. Nadie me respondió adios y cuando me cansé de hacer el gilipollas deshice el nudo de mi hatillo saqué la cámara e hice las dos fotos. Una sin flash, otra con él. Tiré la cámara, salvé el carrete, suspiré un poco, fffff, me arremangué las mangas de la camisa, me di cuenta de que llevaba camiseta y otra vez en marcha. Ahora para arriba. Un escalón, dos escalones, y luego, vencido en la batalla de los números de dos letras. Un largo paréntesis que ocupé con trabalenguas, acertijos, verdades existenciales, mentiras de estar por casa y todo, la fatiga, la angustia, el hambre, la insuitada sed que puede caber en un pozo sin fin, las ganas de llegar, el miedo de haber llegado, todo ello desembocando irrevocablemente en mi brazo que tampoco sabía por qué me metía en esos embolaos. Llegué arriba, que era como llegar abajo, pero con más luz y menos charcos. Y luego dormí y conté hasta diez. Revelé las fotos al despertar. En una no se veía nada. En otra salía un extraño mensaje que había pintado sobre las paredes de aquel pozo que nunca volví a encontrar. Pedro corazón Marisa.

No se cual de las dos fue la que hice con flash.

1 comentarios:

humo dijo...

surrealismo sobre surrealismo sobre surrealismo.
Me parece a mí, que no tiene por qué ser.
Pues mira que me apetecería que le echaras valor y te hicieras amigo de un/a chino/a y en una noche de borrachera te dijera que pone de verdad en ese brazo de náufrago que te has sacado de la manga. Y luego nos lo contaras, claro.

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