martes, 25 de agosto de 2009

Periplo (IV)

Y delante de mí encontré una niña.

Flaca. Bien vestida y mejor peinada. Mangas cortas de puntilla y lazo de envoltorio. Y con los ojos gordos y hambrientos. Calcetines de punto. Zapatitos de charol. Era como estar viendo una canción de cuna, pero sin ganas de dormirse ni olor de mare.

La niña no estaba suspendida en el limbo. Sentadita y con las piernas muy junta me miraba desde un sillón de dos cuerpos. Mas allá, una habitación cotidiana.

¿Eres un monstruo?, preguntó.

No. Ehhh. No, no. Respondí con una convicción algo fingida. ¿Y tú?

Yo soy una niña, adujo, como si aquello lo aclarase todo. ¿Es cómodo?

Tarde en comprender que se refería al armario.

Si, bueno.... igual no. Me di cuenta de que estaba sentado sobre la cajonera del armario que los hombros rapenas esistían el duro embate al que eran sometidos por chaquetas y paredes. Las piernas recostadas sobre el pecho comenzaban a mostrar su indignación. Visto lo visto, no debía descartar el contorsionismo como alternativa de futuro. Di un gracioso salto hacia adelante y plop estaba en el suelo. La niña apenas reaccionó. No tardó mucho en aburrirse de mí. No tenía nombre o no me lo dijo. No quería ser nada de mayor o no me lo confesó. Solo me miraba entre la curiosidad y la compasión. Al poco rato se incorporó para marcharse.

Estas guapo, me dijo.

Y si lo estaba porque por mucho que cueste creer en estas cosas, había emergido vestido de gala, con chaqueta de posibles, pantalón de señores y una corbata insulsa que se agarraba a mi cuello con desesperación y nudo exacto. Algo formal para mi gusto pero con resultados apreciables.

Sin embargo, no es excusa. A los signos y a los cláxones hay que atenderlos pare evitar atropellos indeseados. Lo debería de haber deducido de los ojos de aquella infanta, tan pálidos y desnudos de asombro, de rabisca o travesuras. O del aire cargado, no por falta de brisa sino por falta de ganas. De los libros de colección impecablemente alineados, de las dos o tres colillas que remoloneaban en el cenicero, de los murmullos que las paredes transpiraban, de la melancolía de los muebles aplolillados, sin polvo y sin vida. Pero no los vi. Y tampoco saqué ninguna conclusión cuando, al salir de la estancia y descubrir un pasillo, me encontré con hombres de vestimenta similar que no extrañaban mi presencia y me daban las buenas tardes con los ojos desnutridos y la cabeza gacha.

Solo cuando entré en aquel salón y vi a todas aquellas mujeres cluecas con los pelos recogidos y lasropas fúnebres acerté a descubrirdonde me habían llevado los caprichitos del puto armario. Algunas de las lágrimas eran de cristal, si, pero la mayor parte de ellas empapaban los carrillos de aquellas doñas que con gran esmero las secaban con pañuelos bordados y olor a lavanda, a espliego, a sol de la mañana. Cuando comprobé que también las más ancianas, viudas en su mayor parte, acompañaban el duelo, intuí una de esas muertes oscuras e interminables que encharcan las vidas de los que las rodean. Las persianas ondeaban a media asta. En una tarde veraniega de polvo estancado y siestas húmedas, yo me notaba aterido y tembloroso, estrangulado por la ropa y con unas ganas irrefrenables de sentarme o desmayarme. Hace frío en el infierno, según parece.

Y yo salgo de allí (y perdonad el cambio de tiempo verbal, pero es que eso, que fue ayer, lo vivo hoy de igual manera) en cuanto recobro el aliento, con miedo de que aquel salón y sus pobladores me contagien de esa pena aterradora y silenciosa que no marcha con lejía, y abro la primera puerta que veo cerrada. En el espejo del cuarto de baño compruebo que sigo vivo y respiro aliviado, recompongo el nudo de la corbata, olfateo mis axilas que aún por suerte no se han puesto a decir aquíestoyyo y regreso al pasillo como cualquier otro valiente de saldo. Lo que pensaba que era el lugar al que llegué se convierte en la alcoba de la viuda. Posiblemente ha pedido a las plañideras que le dejen llorar un rato por su cuenta y se ha derrubmado sobre una butaca de su habitación como un abrigo de piel sin alma. Es dificil asegurar quien se muere más en estos casos. Es joven o al menos ayer lo era y le sienta bien el negro. Me mira, algo molesta por mi irrupción, pero inmediatamente se rinde, sin fuerzas para enfadarse, y recompone el gesto de dama impecable, se levanta, alisa las sábanas de la cama. Lo siento, esto está hecho un desastre. Sin lágrimas soporta la letanía de lugares comunes que no soy capaz de detener (no había otro como él, siempre se van los mejores, tienes que ser fuerte). Ella sólo gasta un segundo para aceptar mi mano, mirarme sin verme. Esta noche volveré a tomar las pastillas, así no sueño. Yo digo algo, no se el que (o quizás si, pero no tiene sentido repetirlo) y me voy y esta vez si que encuentro la habitación a la que llegué. Vuelvo a ver a la niña.

Me acerco al armario. Lo abro

¿Era tu papá?

Asiente. Con desgana, con abatimiento, aburrida.... no se.

Mi espalda le dice, lo siento, mi rostro traidor trata de fugarse. Y con el yo, que no se lleve él todas las culpas. Me encaramo a mi posición de viaje.

¿Eres un monstruo?. Escucho aunque no lo haya dicho ella.

No respondo. Sólo desaparezco

1 comentarios:

humo dijo...

¿También tú tienes la sensación de que hay una realidad paralela contra la que nos estrellamos de vez en cuando?

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