lunes, 2 de marzo de 2009

Cerezos

Justo enfrente de Trachimbrod reposa una isla un tanto insignificante. Es poco más que una charca de tierra, quizás tres cuadras de largo por algo menos de ancho. En otras latitudes se le llamaría islote o atolón pero a nosotros, tan sensibilizados con el tema, nos resulta algo despectivo. Todas las islas son iguales en derechos y en deberes y ninguna debería ser discriminada por razón de sexo, tamaño o soberanía (bueno, quizás por soberanía si). Además cuenta en su favor con un volcán encomiable que prácticamente ocupa todo el perimetro de tierra. Es algo así como un chichón de ceniza que se eleva considerablemente sobre el nivel del mar y que si bien es de porte tirando a esmirriado no repara en fumarolas y erupciones para pavonearse, decorando el día y la noche.

Lo cierto es que yo mucho caso no le había prestado a aquel lugar antes de que aquella mujer apareciese en escena. Es muy probable que ella existiera antes de que yo la viera por primera vez, pero como es algo que no puedo asegurar. Valga pues mi mirada como inicio de todas las cosas. No es que aquella señora tirando a anciana tuviera nada de especial. Era pequeña a imagen y semejanza del lugar que habitaba y vestía con faldon gris y chaqueta de punto del color del plomo. Solo el mandil claro y sus ojos sin tiempo iluminaban tenuemente la sombra tangible de manos arrugadas,

A mí lo que me llamó la atención no fue lo que ella era, sólo lo que ella hacía, que a veces no es lo mismo por mucho que pueda parecerse. Sus riñones debían de ser de hierro forjado pues siempre la vi agachada, sujetando un palo con su mano izquierda, rasgando la tierra, quemandola, rajándola, zurciéndola, hacíendo algo que yo desde lejos no acertaba a distinguir. Solo se que la punta de aquel puntero dejaba su impronta sobre la arena del mundo como si de un arado se tratase pero yo dudaba de que aquella mujer se hubiera dejado tentar por las voces de la locura ni que fuese su intención labrar aquel rincón extraviado que tan poco sabía de siembras y tanto de vientos hirvientes y de lavas glaciales.

Por las mañanas se eclipsaba tras la cara oculta del volcán y por las tardes amanecía por las antípodas. No se tumbaba, no se cambiaba de ropa. No la vi suspirar, ni cerrar los ojos, ni apretar los puños ni reir de manera desmayada. Solo surcaba la arena, la piedra, las coladas con su ridículo palo. Y yo la envidiaba desde lejos con la barba de cinco días y las manos en los bolsillos. Y cada vez aquella mujer estaba más alto. A sus pies un laberinto de silencios que dicen cosas. Eran palabras. Aquella mujer estaba escribiendo. Yo, maruja de cielos despejados, había deshojado todas las teorías, las convencionales que pasaban por tomarla por zahorí, las bélicas, que le atribuían la condición de zapadora, las fantasiosas, que si buscadora de tesoros, las ridículas, que si jugadora de tres en raya y las misóginas que la gritaban puta que es la linea más recta entre las dos neuronas de un hombre obcecado. No supe ver su tristeza nublada ni sus andares estrábicos ni sus dedos retorcidos ni su aliento de tinta, todos los síntomas de un enfermo, todas las señales de un escriba.

Y luego todo vino de corrido. Esa mujer está cansada, un poco más que nosotros, un poco menos que alguno. Decide descansar. Recuerda. Un día fue una niña. Y lo escribe. Un día abrió un libro. Y lo escribe. Un día nevó mientras ella dormía. A la mañana siguiente no quedaba nieve. Y lo escribe. Un día vino él. Y lo escribe. Otro día se marchó. Y no deja de escribir. Inicio. Nudo. Desenlace. Un día llegué a la cima del Volcán de los Recuerdos Quemados. Nada queda por escribir. Y lo escribe. Y luego lanza el palo ladera abajo y después, su cuerpo detrás del palo. Y yo que miro y que oigo, solo recuerdo que aquel cuerpo no hizo ruido al quebrantarse. Puede que lo imaginase, pero el palo, la estaca, la batuta, el lugar por el que se le derramaba la vida (llamadlo Ismael), quedó clavado sobre el espinazo de aquella mujer sin nombre y brotó. Un día fue sombra. Un día fue flor.

Igual un día lo escribo.

6 comentarios:

Arcángel Mirón dijo...

Hay algo raro en esto de escribir. En esta necesidad de contar cosas, de contarlas por escrito, porque no es lo mismo cualquier modo. No sé qué hechizo tiene, pero yo estoy sumergida en él.

Estoy segura de que la mujer empezó a existir cuando vos la viste. Así funcionan las cosas.

Quiero un libro tuyo, así, con estas cosas.

Ligeia dijo...

Quizás lo estás escribiendo ya.


^-^

tequila dijo...

Buenas:

He leido en varias ocasiones que le llaman mago ( sustantivo muy apropiado). No sé cómo lo hace y al igual que con el resto de sus colegas, no deseo conocer los trucos. Simplemente me dejo llevar y lo disfruto.
La imagen de la anciana escribiendo hasta el Volcán de los Recuerdos Quemados me ha impresionado. De dónde salía su fuerza para escribir con tanto ahínco? es la necesidad de expulsar todo lo que un día nos llenó ó sólo que al escribir vuelve a vivir... Me recordó eso que cuentan sobre que cuando vas a morir ves las imágenes que han marcado tu vida. No sé... me encantó

Besos

loko dijo...

la viejita era virgen, si, nunca tuvo sexo con el que se fue, por eso le daba y daba al jardín, ahí se acaban las ganas, golpeando la tierra, dejando sus ganas cansadas, si, era virgen y como virgen, ella, lo mejor que pensó es, - todo debe tener un propósito, bueno ya de ser virgen para nada, pues me voy a tirar al volcán para hacer un sacrificio, quizá, el que siempre me mira podrá algún día cruzar a esta isla y no habré sembrado para nada y tendrá un significado toda esta vida de espera, allá voy.
Y se tiró.

Trenzas dijo...

La magia de las palabras es toda tuya :)
Cada día me gusta más esta isla tuya, desde la que se pueden divisar tantos sentimientos.
Me has dejado tocada por esa mujer con su aliento de tinta, tan parecida a ti en ese detalle. Da igual con el utensilio que escribas, tu voz es como la suya.
¡Me ha gustado muchísimo...!
Un abrazo muy fuerte, mago

Ana di Zacco dijo...

Yo ya no sé qué decirle, porque desde aquella torre hasta la isla han llovido muchos manantiales de tinta y nos ha brotado alguna arruguita y todo.
Lo único que puedo decirle es que le he leído casi desmayada de tanto que se me estremecía la carne (barbilla en mano) y que acercándome al final el escalofrío me ha recorrido como un rayo (suele sucederme cuando leo líneas de calidad envidiable).
Los Recuerdos Quemados, qué lindo eso.
Y todo lo demás más lindo, si cabe.
(parde, esta es fácil y sonsa)

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