lunes, 24 de septiembre de 2012

Anaqueles

Teníamos una estantería y muchos libros. Como forma de empezar un cuento deja mucho que desear, pero como manera de comenzar mi historia no puede ser más precisa. Te conocí (nos conocimos) siete días antes, de encontrar esta casa y llevarte de la mano hasta su puerta. Es algo que debería haber hecho cientos de años antes, pero por cosa de limitaciones temporales y demás mierdas, por absurdos temas de bautismo, de muerte, del libre albedrío de dioses sin dientes, carcomidos por el mal de su soledad perpetua, chochos, succionadores de la sangre de pobres mortales como tu y como yo, no pasó. Imagino y callo. Imaginar es el primer paso hacia la locura. Cuando imaginas, ver resulta tan insuficiente que no quieres volver a hacerlo. Te vuelves ciego. Bendita ceguera.

Anyway (debería plantearme seriamente entablillar mi mente y dejarla quieta), teníamos una estantería y muchos libros y cuando acabé de montarla, la única diferencia con el principio estaba en el adjetivo. Había una estantería llena y muchos libros huérfanos. No te importó, dijiste. Aprovechemos la erección, y yo, que siempre admiré tu sabiudría y la firmeza dede tus tetas, musité, aprovechemos, aprovechemos. Dijiste más cosas, pero quién las recuerde, que reciba la primera piedra, tan desnuda como quedaste. Asistieron los libros al espectáculo con leve encandilamiento, con el Lazarillo dándome capones y Humbert Humbert sin dejar de mirarnos, tan líbrico como siempre. En cuanto a lo de si era de noche o de sol, la verdad es que no lo tengo claro. Solo se que cuando pasó el tiempo de los espasmos y asistimos el de las caricias de la seda y las yemas de los dedos, mi espalda, tan lejos de tí, se quedó seca y mis mejillas, tan próximas, no dejaban de empaparse.

Muchos muchos eran los libros amontonados, tantos que nos mecían con su sombra, demasiado alargada me temo. Libros de los tiempos que la memoria no recuerda, de pagínas de madera para evitar que el niño que eres y el salvaje que apuntas, no destruya la civilización. Libros de colores estridentes leidos y releidos más veces que ningún otro de los que pase por tu vida. Libros de aventuras y de misterio para cuando tu imaginación aún puede seguirles el rollo. Libros de colegio, de bordes renegridos y portadas resquebrajadas, subrayados, mancillados por todas partes. Maria Antonieta con bigote y Hitler con cuernos, mientras Gandhi se lía canutos y Fernando séptimo asaba pantalán. Hay que ser un miserable para deshacerse de las historias de Roald Dahl y no me veo capaz de arrojar al pozo de los deshechos la cordera de la que nunca podré despedirme, pensaba mientras lo posaba en la segunda balda de la segunda estantería que monté. Demasiado dijiste cuando entraste, no?. No. Pero no lo dije. Sólo no entendí por qué habías dicho eso. Cuando terminé de colocar todos los libros otros tantos inisitían en amontonarse por el suelo, en colarse por las rendijas, en esconderse debajo de tu almohada y en tu cajón de los calcetines calentitos. Esta vez no hicimos el amor. Estaba enfadado contigo. Estabas indiferente a mí. Ya te había perdido supongo pero nunca fui muy bueno en adivinar los finales de las historias de detectives.

La tercera estantería la llené  libros de arquitectura de interiores, diccionario de sinónimos y antónimos, glosarios de comics, fotocopias encuadernadas de los libros de la facultad, páginas amarillas, blancas y azules en las que rodeaba con un círculo los diferentes teléfonos desde los que pude haberte llamado sin hacerlo porque por aquel entonces yo era era lo suficiéntemente imbécil como para no conocerte.  Catálogos de juguetes de algunos años atrás. Anuarios de periódicos que habían cambiado de ideología una vez al mes y que en gosto se convertían al catolicismo. Álbumes de cromos de futbol de la temporada 86/87, con los nombres de los jugadores de mi equipo tachados en un arrebato de rabia porque ese año tuvieron la ocurrencia de joderme la vida descendiendo, cuando el fútbol era futbol y las pesadillas duraban sólo una noche..

Puede ser que escuchara tus suspiros, pero los martillazos que preciso el montaje de la cuarta estantería lo amortiguaron todo. Desatado di cobijo a la chusma literaria en la que los machos de terciopelo con los que gemía Corín Tellado eran acribillados a balazos por libros del oeste firmados con seudónimo. Dan Brown, Stephen King, John Greesham, pugnaban en brillo y tamaño en volúmenes de tapa dura destinados a perdurar en el tiempo, junto con las cucarachas, las ratas y los revestimientos de poliespán. Códices templarios en los que los secretos de la humanidad más ocultos eran expuestos a la opinión pública sin ambages y sus relaciones secretas con habitantes de otros planetas. Libros de un euro, comprados en librerías de viejo, apolillados igual que los sueños de los que los escribieron, jovenes promesas que jamas cumplieron lo que prometieron ni pudieron escribir un segundo para resarcirse de los disgustos de su primogénito. Manuales de cocinas del mundo,
álbumes de fotos de la boda de dos novios a los que nunca conocí y que parecían felices antes de acabar en en una manta de un rastrillo de mala muert. Muestrarios de alfombras.

Y el Poeta en Nueva York.

Lo miré. Lo miro. ¿Sabes?. Nunca se lo he dicho a nadie, pero odio profundamente el Poeta en Nueva York. No entiendo al Poeta de los cojones ni me queda claro qué hace en Nueva York. Y me giro. Y te busco. Y no estas. Lorca estaba loco, ¿sabes?, pero tu ya no sabes, ni entiendes, ni ves si lloro o no dejo de reirme. Lorca estaba loco, Lorca estaba loco, repito. Déjame decirte una cosa por favor, una última cosa y no me vengas con idioteces como que te has ido o me has abandonado. ¿qué clase de excusa de mierda es esa para no atender a lo que te digo?. Yo hago esto porque Federico estaba loco y porque a tí se te olvidó convencerme de que yo no tenía por qué seguirle la corriente. Los libros me quieren, me abrigan, me acurrucan, y no como tu, pequeña zorra, que aprovechas que no tengo claro que es lo que ha sucedido estos últimos días, que ando algo confuso y tengo la vista ligeramente embotada como para irte, sin un adios, sin un aur revoir, sin un portazo. Zorra. Más que zorra. Mi querida zorra. Vuelve zorra mía, y te explico el Cuaderno en Nueva York. Y te bajo las uvas de la parra y te las pongo entre los labios y te cuento una historia las noches que tu me digas con tal de que me cortes la cabeza en cada amanecer y me la devuelvas limpia y llena de tí a la hora de la siesta.

Pero no. No me emboliques. Los l-i-b-r-o-s custodianen cada página la vida que viviste en ellos, cuando los leistes, mejor que cada foto, mejor que cada recuerdo que el tiempo m-a-s-a-c-r-a, Y añun los que no leí, casi todos ellos, me dicen, me cuentan, me juran que si les miro sus vergüenzas, que si les saco de su nicho de polvo y telarañas, de su maldita muerte, despertarán las partes necrosadas de mis sentires, se plantarán ante mi yo angustiado y le dirán, levantate y deja de dar el coñazo. Esas cosas, cariño. Necesito a los libros. Necesito que absorvan el ruido de ese mundo exterior donde hace tanto frío, que se beban el viento y se empapen de nieve. Por eso erijo otra y otra estantería y me voy a los depositos de papel a recoger cualquier cosa que se haya escrito y voy llenando de forma compulsiva cada uno de los nichos en los que se van muriendo mis ganas de vivir. Ellos fueron los que se llevaron el ruido de la puerta por la que salió tu perfume y tus ganas de reir a las que estrangularon mis ganas de estar loco. No lo oí entonces, sólo lo escucharon ellos, y se lo guardaron entre sus dos páginas del medio, para no hacerme daño, mientras me cantaban nanas y me arrullaban con sueños que no hablaban de tu ausencia.

Y dejo toda esta miseria y esta mierda que no se contar escrita en unas hojas que abandono por debajo de la puerta de salida. Es tarde ya para rogarte que no las leas pero no para decirte que no cometas la estupidez de pensar que hay algo de interés en los libros. La única salvación posible está escrita en sus ojos, el único final coherente, la última historia.

Sobre la puerta monto la última estantería. No ahorro en clavos. Allí pongo los  Libros de Horas del Monasterio de Amianto encuadernados en piel de cordero y solo apto para fascistoles y demás megalomanías conventuales, la Compilación Justinianea en Latín, Griego y Euskera. Una primera edición de las Tablas de la Ley y el libro de condolencias del funeral de Lola Flores.

Me siento. Enciendo la luz. Abro el Poeta en Nueva York por su primera página.

Asesinado por el cielo...






Template Design | Elque 2007