lunes, 8 de diciembre de 2008

Devolución

Regreso. O regresé. O regresaré. Los tiempos verbales son muy inestables en Trachimbrod por la carestía de relojes, almanaques y por carecer yo de puntuales menstruaciones. Regreso porque me fui y me fui porque cuando marchaban las visitas, acostumbraba a quedarme yo, y si poco me gustaban los vecinos, aún más me hartaban mis reflejos. Escogí el extremo más opuesto de la isla con la esperanza de perderme por el camino. Lástima que nada más llegar pudiera comprobar que no había conseguido abandonarme: allí estaba yo y las hijas de puta de mis circunstancias en todo su esplendor, igualito que cada vez que intento marcharme.

Traté de expresarme mi indignación iniciando una sentada pero comprendí la inutilidad de mi gesto cuando yo mismo secundé la iniciativa con la certidumbre, para colmo, de que toda mi vida había sido un sentarse, perseverante e indolente. Este lugar es distinto, este tiempo es diferente, pensé, porque yo necesitaba las diferencias y las distancias. Distintas eran las olas de aquel mar, tan semejante al mismo mar de siempre (el mismo mar, las mismas dudas) y distinta aquella arena que nadie podría distinguir de la de la playa de mi casa , salvo yo, aunque no pudiera hacerlo. Pero por más que intentara convencerme y más aplastantes que fueran mis mohines, yo aprovechaba los silencios para sentenciar por lo bajo que ya pueden ser los mundos opuestos que el que seguirás siendo idéntico serás tu, que sólo te cambiara la epidermis y los cabellos, que donde no hay diferencia no hay esperanza. Me callé de la hostia que me acabe metiendo. Todo aquello era distinto y punto que en mi esquizofrenia mando yo y obedece la democracia.

Lo que si que hice fue calcular cuanto tiempo tardaría en matarme de seguir así. Probablemente antes de cenar y dado que estaba atardeciendo, me apresuré a escapar a lugares remotos e inciertos de esos en los que habitan las brumas y las leyendas. De manera que aquella locura mía me consintió visitar by de face las casas azules de Jaipur o el Sótano de las Golondrinas de San Luis de Potosí, Kinjakuji en Kyoto y los pajares de los dogones de Mali. Y más allá (porque más acá igual conseguía darme alcance) las descomunales tormentas de arena de Marte, las nebulosas de fuego de Júpiter y un grano de arena de Saturno que soñaba con ser dios y que a lo mejor ya lo era. Y llegué a caminar por encima del tiempo y me topé con un Coloso de Rodas infantil y pequeño y pude por fin descansar en una abadía del Cister, sin banderas ni edades, deleitándome, a la luz de cirios callados, en las páginas envenenadas del último ejemplar del II Libro de Poética de Aristóteles, sobre la risa y la poesía yámbica. Ahí queda eso.

Cuando desperté, lloraba mi pene y se meaban mis ojos y no tenía claro si seguía soñando o aún dormía. Había transcurrido tiempo pero el océano no se había dado cuenta. El sol había alumbrado acontecimientos asombrosos y la luna había encubierto terrores inconcebibles. O al revés. O viceversa. Y decidí regresar, como podía haberme quedarme quieto.

Volví por un camino distinto y os juro que aún no estaba loco cuando las pupilas se me dilataron y principiaron a salivar mis testículos, pues al alcance de la mano, encaramadas a una colina, se erigían casas antiguas, celestes y marinas, azules en cualquier caso. Y desperdigados entre ellas, antiquísimos lagares de arcilla que un día albergaron el pan de un pueblo sin recuerdos. Justo en la cúspide, despertaba el sol sobre las pulidas tejas de un templo dorado y en mis pies la tierra bostezaba y dejaba ver sus secretos. Torbellinos de tierra, mares de fuego, universos microscópicos, un gigante de bronce y un libro de carne y hueso.

Se que es dificil comprenderme, pero así de complicados son los sueños, y yo sin saberlo caminaba en uno. Me despertó un cocotero que interrumpió mi sonámbulo deambular. Trachimbrod era la misma de siempre. Ni ella ni yo habíamos cambiado.

Mascullo todas estas cantinelas para intentar convencerme de que he regresado, con un chichón de más y unos calzoncillos de menos, con la impresión de no haberme ido, con la certeza de haber vuelto, sin haber aprendido nada pero con el orgullo de la supervivencia. Con la imperiosa necesidad de decirle miles de cosas a ella y dos o tres al resto.

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