miércoles, 18 de marzo de 2009

Colapso

Ella era rumana y limpiaba parabrisas al ritmo de un semáforo.

El era argentino y era capaz de hacer bailar 5 chisteras entre sus manos y seis rodillos entre sus pies.

Se enamoraron un domingo.

El verde era el color de los besos. El rojo, del trabajo. Los dos odiaban el amarillo y el lunes se casaron, naufragaron en el viaje de novios y una isla los salvó.

A el no le importó despojarla de todos los vestidos encharcados para que su piel desnuda se secara al sol y sus dientes de oro brillasen como nunca. Hicieron el amor largamente y sin colores. Sin bocinas ni insultos ni agentes de movilidad que les apremiasen. Conducían a tumba abierta. Nada de frenos. Ninguna certeza. Imagino que se querían mucho.

Al poco se marcharon, cada uno en una balsa. Creo que no supieron cómo amarse sin atascos.

lunes, 2 de marzo de 2009

Cerezos

Justo enfrente de Trachimbrod reposa una isla un tanto insignificante. Es poco más que una charca de tierra, quizás tres cuadras de largo por algo menos de ancho. En otras latitudes se le llamaría islote o atolón pero a nosotros, tan sensibilizados con el tema, nos resulta algo despectivo. Todas las islas son iguales en derechos y en deberes y ninguna debería ser discriminada por razón de sexo, tamaño o soberanía (bueno, quizás por soberanía si). Además cuenta en su favor con un volcán encomiable que prácticamente ocupa todo el perimetro de tierra. Es algo así como un chichón de ceniza que se eleva considerablemente sobre el nivel del mar y que si bien es de porte tirando a esmirriado no repara en fumarolas y erupciones para pavonearse, decorando el día y la noche.

Lo cierto es que yo mucho caso no le había prestado a aquel lugar antes de que aquella mujer apareciese en escena. Es muy probable que ella existiera antes de que yo la viera por primera vez, pero como es algo que no puedo asegurar. Valga pues mi mirada como inicio de todas las cosas. No es que aquella señora tirando a anciana tuviera nada de especial. Era pequeña a imagen y semejanza del lugar que habitaba y vestía con faldon gris y chaqueta de punto del color del plomo. Solo el mandil claro y sus ojos sin tiempo iluminaban tenuemente la sombra tangible de manos arrugadas,

A mí lo que me llamó la atención no fue lo que ella era, sólo lo que ella hacía, que a veces no es lo mismo por mucho que pueda parecerse. Sus riñones debían de ser de hierro forjado pues siempre la vi agachada, sujetando un palo con su mano izquierda, rasgando la tierra, quemandola, rajándola, zurciéndola, hacíendo algo que yo desde lejos no acertaba a distinguir. Solo se que la punta de aquel puntero dejaba su impronta sobre la arena del mundo como si de un arado se tratase pero yo dudaba de que aquella mujer se hubiera dejado tentar por las voces de la locura ni que fuese su intención labrar aquel rincón extraviado que tan poco sabía de siembras y tanto de vientos hirvientes y de lavas glaciales.

Por las mañanas se eclipsaba tras la cara oculta del volcán y por las tardes amanecía por las antípodas. No se tumbaba, no se cambiaba de ropa. No la vi suspirar, ni cerrar los ojos, ni apretar los puños ni reir de manera desmayada. Solo surcaba la arena, la piedra, las coladas con su ridículo palo. Y yo la envidiaba desde lejos con la barba de cinco días y las manos en los bolsillos. Y cada vez aquella mujer estaba más alto. A sus pies un laberinto de silencios que dicen cosas. Eran palabras. Aquella mujer estaba escribiendo. Yo, maruja de cielos despejados, había deshojado todas las teorías, las convencionales que pasaban por tomarla por zahorí, las bélicas, que le atribuían la condición de zapadora, las fantasiosas, que si buscadora de tesoros, las ridículas, que si jugadora de tres en raya y las misóginas que la gritaban puta que es la linea más recta entre las dos neuronas de un hombre obcecado. No supe ver su tristeza nublada ni sus andares estrábicos ni sus dedos retorcidos ni su aliento de tinta, todos los síntomas de un enfermo, todas las señales de un escriba.

Y luego todo vino de corrido. Esa mujer está cansada, un poco más que nosotros, un poco menos que alguno. Decide descansar. Recuerda. Un día fue una niña. Y lo escribe. Un día abrió un libro. Y lo escribe. Un día nevó mientras ella dormía. A la mañana siguiente no quedaba nieve. Y lo escribe. Un día vino él. Y lo escribe. Otro día se marchó. Y no deja de escribir. Inicio. Nudo. Desenlace. Un día llegué a la cima del Volcán de los Recuerdos Quemados. Nada queda por escribir. Y lo escribe. Y luego lanza el palo ladera abajo y después, su cuerpo detrás del palo. Y yo que miro y que oigo, solo recuerdo que aquel cuerpo no hizo ruido al quebrantarse. Puede que lo imaginase, pero el palo, la estaca, la batuta, el lugar por el que se le derramaba la vida (llamadlo Ismael), quedó clavado sobre el espinazo de aquella mujer sin nombre y brotó. Un día fue sombra. Un día fue flor.

Igual un día lo escribo.

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