Visitas (II)
La Balsa del Millón de Gentes proclama incansablemente su derecho a ser considerada como una isla, populosa para más señas.
Entre los insulares no existe unanimidad al respecto. Unos enarbolan pesados diccionarios y amenazan a quien afirme que hay islas más allá de las definiciones. Otros dicen que, mientras esté rodeada de agua por todas partes, isla es. Los anteriores dicen que, entonces, cuando les sorprende una erección en el baño, ¿también hablamos de islas?. Y entonces los más groseros, los menos educados les responden, no, nosotros sólo hablamos de islas emergentes. Yo por mi parte pienso que es isla aquello que te impide salir de sus contornos por tus propios medios y al de la isla de al lado le importa tres cojones estas estupideces.
Sea como fuere, la Balsa del Millón de Gentes no se sabe de donde partió ni hacia donde va. Arriban en cada isla según su capricho y son muchos los que jamás les vieron arriar. Su llegada es bien recibida por cualquier náufrago que se precie pues traen consigo la alegría de la multitud y se marchan antes de que comience la desazón inmanente. Pocos invitados son tan generosos en cortesías y alardes con sus anfitriones y únicamente se muestran reservados cuando les preguntas como pueden caber tantos en un espacio tan corto. A pesar de su número innumerable, son respetuosos con el entorno y procuran dejar todo en el mismo estado en el que lo encontraron, salvo por las suculentas bandejas de fruta y los asados de animales diversos que abandonan tras de si a modo de compensación.
Por eso debería haberme sentido contento la mañana en la que, en lugar la sal, la arena y el viento, me vi acompañado de miles de seres humanos de todo tamaño y condición. Más grandes, más pequeños, más mujeres y mucho más viriles. Drogadictos, famosos y famosos drogadictos. Su Ilustrísima, Su Eminencia, Paco y un japonés.
Una mujer que se esmera en desprenderse de la belleza convenciendo a su piel para que perdiera brillo y a sus pechos para que se relajaran un poco, que tenía desgastado el dobladillo de la falda y ya nunca llevaba tacones, agotada del azogue en las pupilas de los hombres, cansada por haber follado mucho y haber amado poco.
Un coloso de carne y basalto que arrancaba de cuajo las palmeras, las tronchaba entre sus piernas y las convertía en mondadientes que reciclé más tarde como columnas de templos clásico, pendientes de Dios a quién consagrarse.
Un hombre y un niño, preguntando por su madre uno, y por su mujer el otro, con la misma desesperación, los dos.
Los hay rebeldes sin causa: el negro que lleva túnica y capirotes blancos, el talibán al que el burka solo le deja enseñar unos ojos cansados, las ancianas que duermen el sueño de los justos, el imán que adoctrina sobre la ablación del prepucio.
Sobre las puntas de la cresta de un punky gigantesco, enanos y enanas bailan danzas rusas.
Y flotando sobre todos ellos, cientos de globos gigantescos de millares de colores cambiantes, algunos innombrables y otros sencillamente maravillosos, parpadeado al son de canciones perdidas, fascinantes
Una marea de seres errantes con los que en otro tiempo, allá por el bautismo, me debería de haber sentido identificado, pero de los que ahora huyo. Me atetorrizan sus abrazos, su calidez, sus incesantes invitaciones de acompañarles. Me siento tan abrumadoramente sólo que no ceso de correr y siempre les encuentro. Sólo cuando emprendo el camino del volcán comienzan a escasear y cuando llego a la cima nadie me acompaña. Escucho sus voces como escucho al viento, y paradojas de la vida (o cosas de la muerte) la soledad se mitiga y hace menos frío. Y allí tan alto estoy que creo respirar más cerca de tí, mujer amada y desconocida, y pienso en tí, amándote y desconociendote, y poco a poco me voy sumergiendo en un sueño cargado de susurros y de caricias que no se de donde vienen pero que no evito. Me ahogo. Me duermo.
Por la mañana no están y como ya dije es como si no hubieran venido. Si no fuera por la Cesta del Millón de Frutas todo habría quedado en un delirio. Cojo una mandarina y el resto lo deposito en la ola que va directamente a tu isla y mientras me voy comiendo un gajo tras otro, asisto a la estela de una isla de fresas y plátanos, de guayabas e higos, junto con una botella cuyo contenido, por ser solo para tí, me reservo.